Cuando me propusieron hace unos días asistir a un concierto de música balcánica, no pude negarme. No tenía ni idea de qué tipo de música sería esa así que la curiosidad me dirigió el pasado sábado a la mítica sala Caracol.
El espectáculo comenzó a una hora bastante intempestiva (pasadas las 12.30 de la noche) ante un aforo bastante concurrido. La primera actuación consistió en un baile de varias chicas que lucían unos atuendos [se supone] de la región balcánica. La coreografía era una sospechosa mezcla de bollywood, danza del vientre y flamenco. Al final de la actuación mostraron unos carteles en los que se leía “No somos trapaceros”, en el que se hacía un giño a la reciente polémica sobre el término recogido en la RAE.
En el siguiente bloque de la fiesta entraron en escena los instrumentos. Guitarras, clarinetes y contrabajos trasportaron a la Caracol a los años 20. El ambiente era muy swinguero e intimista, quizá demasiado íntimo para una sala tan grande. Soy de las que me gusta disfrutar del jazz en sitios más pequeños, sentada y con una buena copa de balón en la malo [vale, ¡me hago mayor!].
El último tramo de actuaciones en directo fue mucho más animado. Los trombones se sumaron a la fiesta y los ritmos más bailongos hicieron que la Caracol empezase a dar botes y a bailar sonidos ska que recordaban a la música folk rusa. El Chúngaro, uno de los protagonistas del cartel, hizo su aparición disfrazado con una indumentaria de fitness hortera que parecía un híbrido entre Eva Nasarre y el Chiquilicuatre. El artista dirigía el cotarro cantando y alentando al público en alguna de las lenguas de la antigua Yugoslavia.
Una vez finalizado el último concierto, la fiesta continuó hasta altas horas de la madrugada amenizada por varios djs que siguieron pinchando divertida música balcánica.
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